• Aquellos polvos trajeron estos lodos.

    Emociones y Opiniones. El rojo al contrario del blanco denota ira, furia y emociones, . Cuando nos ponemos el sombrero rojo podemos expresar nuestro sentir por algo, sin que haya la necesidad de dar explicaciones para ello. Siempre hemos creído que en una discusión debemos ser objetivos pues las emociones no nos permiten pensar bien. Pero tenemos una pregunta, qué ocurre si una persona que tiene una amplia experiencia (de muchos años), recibe una idea y quiere expresar su sentir que transmite toda su experiencia aunque no puede describir objetivamente el por qué de ese sentir. ¿Se debe desestimar esta opinión?.........No, porque de lo contrario estamos perdiendo un valioso aporte de la experiencia de muchas personas. Todas las pasiones atraviesan una etapa en que son pura fatalidad, abismando a su víctima por el peso de la insensatez, y por otra, muy posterior, en que se desposan con el espíritu, se “espiritualizan”. En tiempos pasados, a causa de la insensatez inherente a la pasión, se hizo la guerra a la misma trabajando por su destrucción; todos los antiguos monstruos de la moral coincidían en exigir: “hay que acabar con, las pasiones”. La fórmula más célebre al respecto está en el Nuevo Testamento, en ese Sermón de la Montaña, donde, dicho sea de paso, nada se contempla desde lo alto. Allí se dice, por ejemplo, con respecto a la sexualidad: “Si te fastidia tu ojo, sácalo.” Por fortuna, ningún cristiano cumple tal precepto. Destruir las pasiones y los apetitos nada más que para prevenir su insensatez y las consecuencias desagradables de su insensatez se nos antoja hoy, a su vez, una mera forma aguda de la insensatez. Ya no admiramos a los dentistas, que extraen los dientes para que no duelan más... Ahora bien, admitamos en honor a la verdad que en el clima en que nació el cristianismo ni podía concebirse el concepto “espiritualización de la pasión”. Sabido es que la Iglesia primitiva luchó contra los “inteligentes” en favor de los pobres de espíritu; ¿cómo iba a librar a la pasión una guerra inteligente? Combate la Iglesia la pasión apelando a la extirpación de todo sentido; su práctica, su “cura”, es la castración. Jamás pregunta: “¿Cómo se hace para espiritualizar, embellecer, divinizar un apetito?” En todos los tiempos ha hecho recaer el acento de la disciplina recomendando la exterminación de la sensualidad, el orgullo, el afán de dominar, la codicia y la sed de venganza. Mas atacar por la base las pasiones significa atacar por la base la vida misma; la práctica de la Iglesia es antivital... Al mismo recurso, el de la castración, exterminación, apelan instintivamente, en la lucha contra tal apetito, aquellos que son demasiado débiles de voluntad, demasiado degenerados para refrenarlo; aquellos que alegóricamente (y no alegóricamente) necesitan hablar de la Trappe, alguna categórica declaración de guerra, un divorcio establecido entre ellos y tal pasión. Sólo los degenerados tienen necesidad de remedios radicales: la debilidad de la voluntad, más exactamente, la incapacidad para no responder a un estímulo, no es sino una forma distinta de la degeneración. La enemistad radical, mortal hacia la sensualidad, es un síntoma que da mucho que pensar; permite sacar conclusiones respecto al estado total de la persona que llega a tal extremo. Por lo demás, esa enemistad, ese odio, sólo se exacerba a tal punto si tales personas ni siquiera., tienen ya energías suficientes para efectuar la cura radical, expulsar su “demonio”. Pasando revista a toda la historia de los sacerdotes y filósofos, aparte la de los artistas, se comprueba que las diatribas más violentas contra los sentidos parten no de los impotentes, ni tampoco de los ascetas, sino de los ascetas fallidos, de aquellos que debieron ser ascetas... El hombre superior, séame permitido consignarlo, no es amigo de la “profesión”, porque tiene conciencia de su vocación... Él tiene tiempo, se toma todo el tiempo; no le interesa estar “listo”; a los treinta años se es, en el sentido de elevada cultura, un principiante, un niño. Nuestros colegios colmados y nuestros profesores de enseñanza secundaria abrumados de trabajo y entontecidos son un escándalo; para defender tales estados de cosas, como lo hicieron el otro día los profesores de Heidelberg, existen tal vez causas, pero no ciertamente razones. Para no desmentir mi modo de ser, que es afirmativo y que sólo en forma mediata, involuntaria, tiene que ver con la objeción y la crítica, consigno a renglón seguido las tres tareas para las cuales son menester educadores. Hay que aprender a ver, hay que aprender a pensar y hay que aprender a hablar y a escribir; todo esto con miras a adquirir una cultura aristocrática. Aprender a ver, habituar la vista a la calma, la paciencia, la espera serena; demorar el juicio, aprender a enfocar desde todos lados y abarcar el caso particular. He aquí el adiestramiento preliminar primordial para la espiritualidad; no reaccionar instantáneamente a los estímulos, sino llegar a dominar los instintos inhibitorios, aisladores. Aprender a ver, como yo lo entiendo, es casi lo que el lenguaje no filosófico llama la voluntad fuerte; lo esencial de ésta es precisamente no “querer”, ser capaz de suspender la decisión. Toda falta de espiritualidad, toda vulgaridad obedece a la incapacidad para resistir a los estímulos, que fuerza al individuo a reaccionar y seguir cualquier impulso. En muchos casos, esta incapacidad supone morbosidad, decadencia, síntoma de agotamiento; casi todo lo que la grosería poco filosófica designa con el nombre de “vicio”, se reduce a esa incapacidad fisiológica para no reaccionar. Una aplicación práctica de este aprendizaje de la vista es la siguiente: en todo aprender el individuo se vuelve lento, receloso y recalcitrante. Lo extraño, lo nuevo, de cualquier índole que sea, lo deja por lo pronto acercarse a él con una calma hostil, retirando la mano. El estar con todas las puertas abiertas, la postración servil ante cualquier pequeño hecho, el sentirse dispuesto en todo momento a meterse, precipitarse sobre el prójimo y lo ajeno; en una palabra, la famosa “objetividad” moderna es mal gusto, lo antiaristocrático por excelencia. Aprender a pensar: se ha perdido la noción de esto en nuestros establecimientos de enseñanza. Hasta en las Universidades, incluso entre los estudiosos propiamente dichos de la filosofía, la lógica empieza a extinguirse como teoría, como práctica, como oficio. Leyendo libros alemanes, ya no se descubre en ellos el más remoto recuerdo de que el pensamiento requiere una técnica, un plan didáctico, una voluntad de maestría; que hay que aprender a pensar como hay que aprender a bailar, concibiendo el pensamiento como danza... ¿Dónde está el alemán que conozca todavía por experiencia ese estremecimiento sutil que los pies ligeros en lo espiritual irradian a todos los músculos? La rígida torpeza del ademán espiritual, la manera desmañada de asir, son tan alemanas, que en el exterior suele considerárselas lo alemán. El alemán no tiene el sentido del matiz... El que los alemanes hayan siquiera aguantado a sus filósofos, sobre todo al eximio Kant, el lisiado más contrahecho que se ha dado jamás en el reino de los conceptos, dice demasiado de la gracia alemana. Sabido es que la danza, en todo sentido, está inseparablemente ligada a la educación aristocrática. Si hay que saber bailar con los pies, con los conceptos, con las palabras: ¿es necesario agregar que hay que saber bailar también con la pluma, que hay que aprender a escribir? Mas llegado este punto es posible que yo me convierta en un completo enigma para los lectores alemanes... A los griegos no les debo en absoluto impresiones fuertes similares, y para decirlo sin ambajes, no pueden ser para nosotros lo que son para nosotros los romanos. No se aprende de los griegos; su modo de ser es demasiado extraño, también demasiado fluido, como para presentarse como imperativo, “clasicismo”. ¡Quién ha aprendido jamás a escribir de un autor griego! ¡Quién lo ha aprendido jamás sin los romanos! ... No se recurra a Platón en contra de mi aserto. Considero a Platón con profundo escepticismo y nunca he sido capaz de compartir la admiración por el artista Platón, tan generalizada entre los eruditos. En última instancia, los más refinados jueces del gusto de la antigüedad mismas están de mi parte en esta cuestión. Entiendo que Platón mezcla todas las formas del estilo; es así un primer décadent del estilo. Tiene sobre la conciencia algo parecido a lo que tienen los cínicos, que inventaron la satura Menippea. El diálogo platónico, esta forma terriblemente vanidosa e infantil de la dialéctica, sólo puede encantar a quien nunca ha leído a buenos autores franceses, como Fontenelle. Platón es aburrido. En último análisis, mi recelo hacia Platón tiene raíces profundas. Lo encuentro tan desviado de todos los instintos fundamentales de los helenos, tan moralizado, tan preexistente-cristiano, ya el concepto del “bien” es su concepto supremo, que ante todo el fenómeno “Platón” me inclino por emplear el término duro “embuste superior” o, si se prefiere, “idealismo”. Se ha pagado muy caro el que este ateniense buscara inspiración en los egipcios (¿o en los judíos residentes en Egipto?...). Dentro de la gran fatalidad del cristianismo, Platón es esa ambigüedad y seducción llamada “ideal” que permitió a los espíritus nobles de la antigüedad entenderse mal a sí mismos y cruzar el puente que conducía a la “cruz”... ¡ Y cuánto Platón hay todavía en el concepto “Iglesia”, en la estructura, el sistema y la práctica de la Iglesia! Mi solaz y preferencia, mi remedio contra todo platonismo, ha sido en todo tiempo Tucídides. Éste, y acaso el Príncipe de Maquiavelo, me son particularmente afines por la determinación incondicional de no engañarse a sí mismos y ver la razón en la realidad, no en la “razón” y menos en la “moral”... De la deplorable idealización de los griegos que el joven instruido en las humanidades clásicas se lleva a la vida, como fruto del adiestramiento a que se sometió en el colegio, nada cura tan radicalmente como Tucídides. Hay que saborearlo línea por línea y leer sus pensamientos secretos tan distintamente como sus palabras. Pocos pensadores hay tan pródigos en pensamientos secretos. En él halla su expresión cabal la cultura de los sofistas, vale decir, la cultura de los realistas: ese movimiento inestimable en medio del embuste moralista e idealista que empezaban a difundir a la sazón las escuelas socráticas. La filosofía griega, como la décadence, del instinto griego; Tucídides, como la gran suma, la última revelación de esa facticidad recia, severa y dura que caracterizaba el instinto de los helenos de los primeros tiempos. En definitiva, es la valentía ante la realidad la que diferencia a hombres como Tucídides y Platón; Platón es un cobarde ante la realidad, por ende se refugia en el ideal. Tucídides es dueño de sí mismo, por lo mismo dueño también de las cosas... Barruntar en los griegos “almas sublimes”, “justos medios” y otras perfecciones; admirar en ellos acaso la serenidad en la grandeza, la mentalidad idealista y la sublime ingenuidad... Contra esta “sublime ingenuidad”, que en definitiva es una niaiserie allemande, me ha prevenido el sicólogo que yo llevo dentro. Vi su instinto más poderoso, la voluntad de poder; los vi estremecerse bajo el embate arrollador de este impulso; vi todas sus instituciones surgir de medidas preventivas, con miras a ponerse en la convivencia a buen recaudo de la dinamita de que estaban cargados. La tremenda tensión interior se descargaba entonces en terrible y despiadada enemistad hacia fuera; las ciudades se despedazaban unas con otras, para que en cada una de ellas los vecinos convivieran en paz. Era necesario ser fuerte, pues el peligro acechaba cerca, en todas partes. La magnífica agilidad física, el realismo intrépido y la inmoralidad audaz propios del heleno eran apremio, no “naturaleza”. Estos rasgos se desarrollaron, no se dieron desde un principio. Y con las fiestas y las artes tampoco se perseguía otro propósito que el de sentirse arriba y mostrarse arriba; se trataba de medios de glorificarse a sí mismos, eventualmente de atemorizar... ¡Qué estupidez la de juzgar a los griegos al modo alemán por sus filósofos, de tomar acaso la estrechez y gazmoñería de las escuelas socráticas como revelación de la esencia helena! ... ¡Si los filósofos son los décadents del helenismo, el contramovimiento dirigido contra el antiguo gusto aristocrático (contra el instinto agonal, contra la polis, centra el valor de la raza, contra la autoridad de las “'tradiciones)! Predicábanse las virtudes socráticas porque los griegos las habían perdido; irritables, temerosos, veleidosos, comediantes todos ellos, les sobraban algunas razones para oír la prédica moral. La prédica ciertamente no sería para nada; pero ¡son tan dados los décadents a las palabras y actitudes altisonantes! ...

    Estar más gordo que un tonel.

    Y este resultado final a que llega A. Smith nos revela al mismo tiempo –véase más abajo– la fuente de que procede su análisis unilateral de los elementos integrantes en que se descompone el valor de las mercancías. La determinación de la magnitud de cada uno de estos elementos y del límite de su suma de valor no tiene nada que ver, sin embargo, con el hecho de que constituyan, al mismo tiempo, distintas fuentes de renta para las distintas clases que actúan en la producción. Masajes eróticos en Madrid Sócrates, por su origen, pertenece al más bajo pue­blo: Sócrates fue un plebeyo. Se sabe, puede obser­varse, cuán feo fue. Mas la fealdad, de suyo una obje­ción, entre los griegos es poco menos que una refuta­ción. ¿Fue Sócrates de veras un griego? La fealdad es con harta frecuencia la expresión de una evolución tra­bada, inhibida por cruce de razas. O si no, aparece como evolución descendente. Los criminalistas antro­pólogos nos dicen que el delincuente típico es feo monstrum in fronte, monstrum in animo. Mas el delincuente es un décadent. ¿Sería Sócrates un delincuente típico? Ciertamente no desmentiría esta hipótesis ese famoso dictamen de un fisónomo que tanto escandalizó a los amigos de Sócrates. Un forastero entendido en fisonomías, de paso en Atenas, le dijo en la cara a Só­crates que era un monstrum, que llevaba en sí todos los malos vicios y apetitos. Y Sócrates se limitó a con­testar: “¡Usted me conoce, señor!” Escorts Sabadell realiza la función de capital–dinero pasa a desempeñar, al efectuarse esta misma circulación, una función en la que su carácter de capital desaparece, quedando en pie su carácter de dinero. La circulación del capital–dinero D se descompone en D – Mp y D – T, en compra de medios de producción y compra de fuerza de trabajo. Examinemos concretamente la última operación. D – T es la compra de la fuerza de trabajo por el capitalista y la venta de la fuerza de trabajo –aquí, podemos decir la venta del trabajo, puesto que se presupone la forma del salario– por el obrero que la aporta. Lo que es para el comprador D – M ( =D – T) es aquí, como en toda compra, para el vendedor (para el obrero) T – D ( = M – D), la venta de su fuerza de trabajo. Es la primera fase de la circulación o primera metamorfosis de la mercancía (libro I, cap. III, 2 a) [ pp. 64 ss. ]; es, por parte del vendedor del trabajo, la conversión de su mercancía en la forma–dinero. El dinero así obtenido lo va invirtiendo el obrero, poco a poco, en una suma de mercancías destinadas a satisfacer sus necesidades, en artículos de consumo. Por tanto, la circulación global de su mercancía reviste la fórmula T –D – M; es decir, en primer lugar T – D ( = M – D) y en segundo lugar D – M; o sea, la forma general de la circulación simple de mercancías M –D – M, en la que el dinero figura como simple medio transitorio de circulación, como mero intermediario en el cambio de una mercancía por otra. http://www.girlsbcn.com.es Por el contrario, en el caso A, por cerrarse el ciclo o terminarse la rotación del capital desembolsado, la reposición del valor se presenta ya al final de las primeras 5 semanas bajo la forma que le permite poner en movimiento para otras 5 semanas nueva fuerza de trabajo: bajo su primitiva forma–dinero. Putas Barcelona pero ellos mismos con sus insensateces se causan sus infortunios, Escorts independientes Madrid Luego, A. Smith continúa: “El primero consiste en procurarse, manufacturar o comprar bienes para venderlos con un beneficio.” A. Smith sólo nos dice, aquí, que el capital puede emplearse en la agricultura, la manufactura y el comercio. Se limita a hablar, pues, de las diversas esferas de inversión del capital, incluyendo aquellas en que, como ocurre en el comercio, el capital no se incorpora directamente al proceso de producción, es decir, no funciona como capital productivo. Con ello, se aparta ya del criterio que servía de base a los fisiócratas para explicar las diferencias que se dan dentro del capital productivo y cómo influyen sobre la rotación. Presenta directamente el capital comercial como ejemplo para ilustrar un pro­blema en que se trata exclusivamente de explicar las diferencias exis­tentes en cuanto al capital productivo dentro del proceso de produc­ción y de valorización, diferencias que, a su vez, engendran otras en lo tocante a su rotación y reproducción. Acompañantes valencia La cuota de valorización de su capital conseguida por el capitalista será tanto mayor cuanto mayor sea la diferencia entre su oferta y su demanda, es decir, cuanto mayor sea el remanente del valor de la mercancía que ofrece en venta sobre el valor de la mercancía que busca. Por tanto, su meta, lejos de ser la coincidencia de la oferta y la demanda es, por el contrario, el mayor desnivel posible entre una y otra. Putas Barcelona Fue entonces cuando apareció Marx. Y apareció en directa contraposición con todos sus predecesores. Allí donde éstos veían una solución, Marx vio solamente un problema. Vio que aquí no se trataba ni de aire desflogistizado ni de aire ígneo, sino de oxígeno; que no se trataba ni de la simple comprobación de un hecho económico corriente, ni del conflicto de este hecho con la eterna justicia y la verdadera moral, sino de un hecho que estaba llamado a revolucionar toda la economía y que daba –a quien supiera interpretarlo– la clave para comprender toda la producción capitalista. A la luz de este hecho, investigó todas las categorías anteriores a él, lo mismo que Lavoisier había investigado a la luz del oxígeno todas las anteriores categorías de la química flogistica. Para saber qué era la plusvalía, tenía que saber qué era el valor. Y el único camino que se podía seguir, para ello, era el de someter a crítica, ante todo, la propia teoría del valor de Ricardo. Y así, Marx investigó el trabajo en su función creadora de valor y puso en claro por vez primera qué trabajo y por qué y cómo crea valor, descubriendo que el valor no es otra cosa que trabajo de esta clase cristalizado, punto éste que Rodbertus no llegó jamás a comprender. Luego, Marx investigó la relación entre la mercancía y el dinero y demostró cómo y por qué, gracias a la cualidad de valor inherente a ella, la mercancía y el cambio de mercancías tienen necesariamente que engendrar la antítesis de mercancía y dinero; su teoría del dinero cimentada sobre esta base, es la primera teoría completa, hoy tácitamente aceptada por todo el mundo. Investigó la conversión del dinero en capital y demostró que este proceso descansa en la compra y venta de la fuerza de trabajo. Y, sustituyendo el trabajo por la fuerza de trabajo, por la cualidad creadora de valor, resolvió de golpe una de las dificultades contra las que se había estrellado la escuela de Ricardo: la imposibilidad de poner intercambio de capital y trabajo en consonancia con la ley ricardiana de la determinación del valor por el trabajo. Sentando la distinción del capital en constante y variable, consiguió por vez primera exponer hasta en sus más pequeños detalles y, por tanto, explicarlo, el proceso de la formación de plusvalía en su verdadero desarrollo, cosa que ninguno de sus predecesores había logrado: estableció, por este camino, una distinción entre dos clases de capital de la que ni Rodbertus ni los economistas burgueses habían sido capaces de sacar nada en limpio y que, sin embargo, nos da la clave para resolver los problemas económicos más intrincados, como lo demuestra palmariamente, una vez más, este libro II y lo demostrará más aún, según se verá en su día, el libro III. Siguió investigando la misma plusvalía y descubrió sus dos formas: la plusvalía absoluta y la relativa, señalando el papel distinto, pero decisivo en ambos casos, que la plusvalía desempeña en el desarrollo histórico de la producción capitalista. Y, sobre la base de la plusvalía, desarrolló la primera teoría racional del salario que poseemos y trazó por vez primera las líneas generales para una historia de la acumulación capitalista y para una exposición de su tendencia histórica. Chicas de compañía en Alicante En realidad, por paradójico que ello pueda parecer a primera vista, es la propia clase capitalista la que pone en circulación el dinero que sirve para realizar la plusvalía que en las mercancías se contiene. Pero, bien entendido que no lo lanza a la circulación como dinero desembolsado, es decir, como capital. Lo lanza como medio de compra para su consumo individual. No es, por tanto, dinero adelantado por ella, aunque constituya el punto de partida de su circulación. señorita de compañia en barcelona En el libro I hemos analizado el proceso capitalista de producción, tanto de por sí como en cuanto proceso de reproducción: la producción de plusvalía y la producción del propio capital. Los cambios de forma y de materia que el capital experimenta dentro de la órbita de la circulación se daban por supuestos, sin detenerse a estudiarlos. Se daba por supuesto, por tanto, primero, que el capitalista vende el producto por su valor y, segundo, que encuentra a su disposición los medios materiales de producción necesarios para comenzar de nuevo el proceso o proseguirlo ininterrumpidamente. El único acto de la órbita de la circulación en que necesitábamos detenernos allí era la compra y la venta de la fuerza de trabajo, como condición fundamental de la producción capitalista. Putas de lujo en Madrid El criminal y lo que es afín. El criminal es el tipo del hombre fuerte bajo condiciones desfavorables, un hombre fuerte enfermo. Le falta la “selva”, cierta na­turaleza y forma de existencia más libres y peligrosas, donde esté justificado todo lo que es arma y arma­dura en el instinto del hombre fuerte. Sus virtudes están proscritas por la sociedad; sus impulsos más vivos no tardan en ligarse con los afectos depresivos, con el recelo, el miedo y el deshonor. Mas esto es casi la receta para la degeneración fisiológica. Quien hace subrepticiamente lo que mejor sabe hacer y que más le gustaría hacer, con sostenida tensión, cautela y as­tucia, se vuelve anémico, y como sus instintos siem­pre le valen tan sólo peligro, persecución y fatalidad, también su sentir se vuelve contra estos instintos los siente de manera fatalista. En la sociedad, nuestra sociedad mansa, mediocre y castrada, es donde el hombre natural, que viene de la montaña o de las aventuras del mar, degenera necesariamente en crimi­nal... O casi necesariamente, pues casos hay en que tal hombre resulta ser más fuerte que la sociedad. El corso Napoleón es el más famoso de ellos. Respecto al problema que aquí se plantea, es importante el tes­timonio de Dostoievsky, el único sicólogo, dicho sea de paso, que tuvo algo que enseñarme, constituyendo una de las venturas más sublimes de mi vida, en ma­yor grado aún que el descubrimiento de Stendhal. Este hombre profundo, quien tuvo diez veces razón de despreciar a los alemanes superficiales, sintió a los presidiarios siberianos, con los que convivió durante largo tiempo, criminales sin excepción, para los cuales no había retorno -posible al seno de la sociedad, a pe­sar de lo que Dostoievsky supusiera: tallados poco más o menos en la madera más dura y preciosa que crece en tierra rusa. Generalicemos el caso del crimi­nal; imaginemos a hombres a los que por cualquier razón se niega la sanción pública y que saben que no se los tiene por útiles: ese sentimiento tshandala de saberse considerado no como un igual, sino como proscrito, indigno e impuro. Todos los pensamien­tos y actos de estos hombres ostentan el color de lo que vive bajo tierra; en ellos todo se torna más pá­lido que en aquellos cuya existencia está bañada en la luz del día. Mas casi todas las formas de existencia que hoy exaltamos-el carácter científico, el artista, el genio, el espíritu libre, el actor, el mercader, el gran descubridor se desenvolvieron en un tiempo en esta especie de lobreguez sepulcral... Mientras el sacerdote era reputado el tipo más alto, todo tipo humano va­lioso estaba desvalorizado... Día llegará, lo prometo, en que se lo reputará el tipo más bajo, nuestro tshan­dala, el tipo humano más mendaz e indecente... Llamo la atención sobre el hecho de que todavía hoy, bajo el régimen de las costumbres más suaves que se ha dado jamás, por lo menos en Europa, todo aparte, todo debajo prolongado, excesivamente prolongado, toda forma de existencia insólita, opaca, aproxima a ese tipo que el criminal representa. Todos los innova­dores del espíritu llevan durante un tiempo estampado en la frente el signo fatal y fatalista del tshandala; no porque se los sienta como tales, sino porque ellos mismos sienten el pavoroso abismo que los separa de todo lo tradicional y sancionado. Casi todos los ge­nios conocen como una de sus evoluciones la “exis­tencia catilinaria”, un sentimiento de odio, venganza y rebeldía dirigido contra todo lo que ya es, en vez 'de devenir... Catilina; la forma de preexistencia de todo César. señorita de compañia en barcelona El análisis del proceso de trabajo y de valorización (libro I, cap. V [pp. 139–159]) ha demostrado que estas distintas partes integrantes se comportan de un modo completamente distinto como creadoras de producto y como creadoras de valor. El de la parte del capital constante formado por las materias auxiliares y las materias primas –al igual que el valor de su parte consistente en medios de trabajo– reaparece en el valor del producto como un valor simplemente transferido, mientras que la fuerza de trabajo añade al producto por medio del proceso de trabajo un equivalente de su valor o reproduce realmente su valor. Además, una parte de las materias auxiliares, del combustible empleado en la calefacción, del gas de alumbrado, etc., es consumido en el proceso de trabajo sin que entre materialmente en el producto, mientras que otra parte de ellas se incorpora físicamente al producto y forma la materia de su sustancia. Sin embargo, todas estas diferencias no afectan para nada a la circulación ni, por tanto, al modo de rotación. Las materias auxiliares y las materias primas, cuando son consumidas íntegramente para crear el producto, transfieren a éste todo su valor. Este circula, por tanto, íntegramente a través del producto, se convierte en dinero y refluye de éste a los elementos de producción de la mercancía. Su rotación no se interrumpe, como la del capital fijo, sino que recorre constantemente todo el ciclo de sus formas, con lo cual estos elementos del capital productivo se renuevan constantemente en especie. prostitutes de luxe

    Ponerse hecho una fiera.

    Cristiano y anarquista. El anarquista, como porta­voz de capas décadents de la sociedad, reivindica con hermosa indignación “justicia” e “igualdad de dere­chos”, se halla bajo la presión de su ignorancia, no sabe comprender por qué sufre y, en definitiva, es pobre en vida... Obra en él un impulso causal: al­guien debe tener la culpa de su mala situación... Por otra parte, su enorme indignación le hace bien; es un placer lanzar diatribas en nombre de todos los pobres diablos, ya que proporciona una pequeña embriaguez de poder. La sola queja, el solo hecho de quejarse, con­fiere a la vida un encanto que la hace llevadera; en toda queja hay una dosis sutil de venganza, uno re­procha su malestar, eventualmente hasta su maldad, como si fuese una injusticia, un privilegio ilícito, a los que no comparten su condición. “Si yo soy canaille, tú también debes serlo”-tal es la lógica que inspira la revolución-. La queja nunca vale nada, es un pro­ducto de la debilidad. Lo mismo da, en definitiva, que uno eche la culpa de su malestar a otros, como el socialista, o a sí mismo, como, por ejemplo, el cris­tiano; lo que en los dos casos hay de común y de indigno es que hacen a alguien responsable de su su­frimiento; en una palabra, que el que sufre se receta contra su sufrimiento la miel de la venganza. Los ob­jetos de esta necesidad de venganza, que viene a ser una necesidad de placer, son causas accidentales; el que sufre encuentra por doquier motivos para satis­facer su mezquino afán vindicativo; si es cristiano, los encuentra, como queda dicho, en sí mismo... Tanto el cristiano como el anarquista son décadents. Mas también el cristiano, cuando repudia, difama y vi­tupera al “mundo”, lo hace llevado por el afán que impulsa al trabajador socialista a repudiar, difamar y vituperar la sociedad; aun el “juicio final” es el dulce consuelo de la venganza, la revolución deseada por el trabajador socialista, proyectada en un futuro un tanto más lejano... El propio “más allá”, ¿no es en el fondo un medio de difamar este mundo? ... BCN Girls Ahora bien, en la medida en que los gastos de circulación que obedecen al almacenamiento de mercancías sólo surgen en, el intervalo de la transformación de los valores existentes de la forma mercancía en la forma dinero; es decir, en la medida en que sólo responden a la forma social concreta del proceso de producción (simplemente al hecho de que el producto se produzca como mercancía y deba, por tanto, transformarse en dinero), comparten por entero el carácter de los gastos de circulación enumerados en el apartado anterior. Por otra parte, aquí el valor de las mercancías sólo se conserva o, en su caso, se aumenta por el hecho de que el valor de uso, el producto mismo, se coloque en determinadas condiciones materiales que suponen una inversión de capital y se sometan a operaciones que añaden trabajo adicional a los valores de uso. En cambio, el cálculo de los valores de las mercancías, la contabilidad de este proceso y las operaciones comerciales de compra y venta no modifican el valor de uso en que toma cuerpo el valor de las mercancías. Versan exclusivamente sobre su forma. Por tanto, aunque en el caso preestablecido estos gastos nacidos del almacenamiento (aquí involuntario) respondan simplemente a la permanencia del cambio de forma y a la necesidad del mismo, se distinguen, sin embargo, de los gastos del apartado 1 en que su objeto propio no es el cambio de forma del valor, sino la conservación de este valor, que existe en la mercancía como producto, como valor de uso y que, por consiguiente, sólo puede conservarse mediante la conservación del propio producto, del mismo valor de uso. Aquí, el valor de uso no se acrecienta ni se aumenta; lejos de ello, disminuye. Pero esta disminución se limita y el valor de uso se conserva. Tampoco aumenta aquí el valor adelantado, existente en la mercancía. Pero se le añade nuevo trabajo, trabajo materializado y trabajo vivo. relax girona = http://www.girlsmallorca.net Veíamos al comenzar que la mercancía tenia dos caras: la de valor de uso y la de valor de cambio. Más tarde, hemos vuelto a encontrarnos con que el trabajo expresado en el valor no presentaba los mismos caracteres que el trabajo creador de valores de uso. Nadie, hasta ahora, había puesto de relieve críticamente este doble carácter del trabajo representado por la mercancía.13 Y como este punto es el eje en torno al cual gira la comprensión de la economía política, hemos de detenernos a examinarlo con cierto cuidado. masajes con final feliz Se recordará que la cuota de plusvalía depende en primer término del grado de explotación de la fuerza de trabajo. La economía política atribuye tanta importancia a este factor, que a veces identifica el fomento de la acumulación mediante la intensificación de la fuerza de rendimiento del trabajo con el fomento de la acumulación mediante la explotación redoblada del obrero.32 Al estudiar la producción de la plusvalía, partimos siempre del supuesto de que el salario representa, por lo menos, el valor de la fuerza de trabajo. Sin embargo, en la práctica la reducción forzada del salario por debajo de este valor tiene una importancia demasiado grande para que no nos detengamos un momento a examinarla. Gracias a esto, el fondo necesario de consumo del obrero se convierte de hecho, dentro de ciertos límites, en un fondo de acumulación de capital. Madrid chicas compañía Pasemos ahora de Irlanda al otro lado del Canal, a Escocia. Aquí, el bracero del campo, el hombre del arado, denuncia sus 13 a 14 horas de trabajo bajo el más duro de los climas, con 4 horas de trabajo adicional los domingos (en el país de los santurrones),54 al tiempo que ante un Gran Jury de Londres comparecen tres obreros ferroviarios, un conductor de trenes, un maquinista y un guardabarrera. Una gran catástrofe ferroviaria ha expedido al otro mundo a cientos de viajeros. La causa de la catástrofe reside en la negligencia de los obreros ferroviarios. Estos declaran ante un jurado, unánimemente, que hace 10 o 12 años sólo trabajaban 8 horas diarias. Durante los últimos 5 o 6 años, se les había venido aumentando la jornada hasta 14. 18 y 20 horas, y en épocas de mucho tráfico de viajeros, por ejemplo en las épocas de excursiones, la jornada era de 40 a 50 horas ininterrumpidas. Ellos eran seres humanos, y no cíclopes. Al llegar a un determinado momento, sus fuerzas fallaban y se adueñaba de ellos el torpor. Su cerebro y sus ojos dejaban de funcionar. El muy "honorable Jurado británico" respondió a estas razones con un veredicto enviándoles a la barra como culpables de "homicidio", a la par que, en una benévola posdata, apuntaba el piadoso voto de que los señores magnates capitalistas de las empresas ferroviarias se sintiesen en adelante un poco más generosos al comprar las "fuerzas de trabajo" precisas y un poco más "abstemios", "prudentes" o "ahorrativos" al estrujar las fuerzas de trabajo compradas.55 escorts alto standing La utilidad de un objeto lo convierte en valor de uso.4 Pero esta utilidad de los objetos no flota en el aire. Es algo que está condicio­nado por las cualidades materiales de la mercancía y que no puede existir sin ellas. Lo que constituye un valor de uso o un bien es, por tanto, la materialidad de la mercancía misma, el hierro, el trigo, el diamante, etc. Y este carácter de la mercancía no depende de que la apropiación de sus cualidades útiles cueste al hombre mucho o poco trabajo. Al apreciar un valor de uso, se le supone siempre concretado en una cantidad, v. gr. una docena de relojes, una vara de lienzo, una tonelada de hierro, etc. Los valores de uso suministran los materiales para una disciplina especial: la del conocimiento pericial de las mer­cancías.5 El valor de uso sólo toma cuerpo en el uso o consumo de los objetos. Los valores de uso forman el contenido material de la riqueza, cualquiera que sea la forma social de ésta. En el tipo de sociedad que nos proponemos estudiar, los valores de uso son, además, el soporte material del valor de cambio.

     

    La cristalización del dinero es un producto necesario del pro­ceso de cambio, en el que se equiparan entre sí de un modo efectivo diversos productos del trabajo, convirtiéndose con ello, real y ver­daderamente, en mercancías. A medida que se desarrolla y ahonda históricamente, el cambio acentúa la antítesis de valor de uso y valor latente en la naturaleza propia de la mercancía. La necesidad de que esta antítesis tome cuerpo al exterior dentro del comercio, empuja al valor de las mercancías a revestir una forma independiente y no ceja ni descansa hasta que, por último, lo consigue mediante el desdoblamiento de la mercancía en mercancía y dinero. Por eso, a la par que los productos del trabajo se convierten en mercancías, se opera la transformación de la mercancía en dinero.4 caixal Como vemos, el carácter místico de la mercancía no brota de su valor de uso. Pero tampoco brota del contenido de sus determinaciones de valor. En primer lugar, porque por mucho que di­fieran los trabajos útiles o actividades productivas, es una verdad fisiológica incontrovertible que todas esas actividades son funciones del organismo humano y que cada una de ellas, cualesquiera que sean su contenido y su forma, representa un gasto esencial de cerebro humano, de nervios, músculos, sentidos, etc. En segundo lugar, por lo que se refiere a la magnitud de valor y a lo que sirve para determinarla, o sea, la duración en el tiempo de aquel gasto o la cantidad de trabajo invertido, es evidente que la cantidad se distingue incluso mediante los sentidos de la calidad del trabajo. El tiempo de trabajo necesario para producir sus medios de vida tuvo que interesar por fuerza al hombre en todas las épocas, aunque no le interesase por igual en las diversas fases de su evolución.29 Finalmente, tan pronto como los hombres trabajan los unos para los otros, de cualquier modo que lo hagan, su trabajo cobra una forma social. david caixal En los Estados Unidos de América, el movimiento obrero no podía salir de su postración mientras una parte de la República siguiese mancillada por la institución de la esclavitud. El trabajo de los blancos no puede emanciparse allí donde está esclavizado el trabajo de los negros. De la muerte de la esclavitud brotó inmediatamente una vida nueva y rejuvenecida. El primer fruto de la guerra de Secesión fue la campaña de agitación por la jornada de ocho horas, que se extendió con la velocidad de la locomotora desde el Océano Atlántico al Pacífico, desde Nueva Inglaterra a California. El Congreso obrero general de Baltirnore (16 agosto 1866) declara: "La primera y más importante exigencia de los tiempos presentes, si queremos redimir al trabajo de este país de la esclavitud capitalista, es la promulgación de una ley fijando en ocho horas para todos los Estados Unidos la jornada normal de trabajo. Nosotros estamos dispuestos a desplegar todo nuestro poder hasta alcanzar este glorioso resultado."165 Coincidiendo con esto (a comienzos de septiembre de 1866), el Congreso obrero internacional de Ginebra acordaba, a propuesta del Consejo general de Londres: "Declaramos que la limitación de la jornada de trabajo es una condición previa, sin la cual deberán fracasar necesariamente todas las demás aspiraciones de emancipación... Proponemos 8 horas de trabajo como límite legal de la jornada". flyers El primer acto de la revolución agraria, realizado en gran escala y como si obedeciese a una consigna dada desde arriba, fue derruir las chozas levantadas en las tierras de labor. Esta medida obligó a muchos jornaleros a buscar refugio en aldeas y ciudades. Aquí, se les arrojó, como a la hez de la sociedad, a desvanes, tabucos y sótanos y en los recovecos de los peores suburbios. Millares de familias ir­landesas, que, hasta según testimonios de ingleses llenos de prejuicios nacionales, se distinguían por su especial apego al hogar, por su despreocupada alegría y por la pureza de sus costumbres domésticas, viéronse de pronto desarraigadas de su medio y trasplantadas a los semilleros del vicio. Los hombres tienen que pedir ahora trabajo a los colonos de la vecindad y sólo lo obtienen por días, es decir, en la más precaria de las formas del salario; además, “vense obligados a recorrer a pie grandes distancias para ir y volver hasta las tierras en que trabajan, muchas veces mojados como las ratas y expuestos a otros rigores, fuentes de fatigas, de enfermedades y, por tanto, de penuría”.132 nightspain.com El fraile veneciano Ortes, uno de los grandes escritores de economía del siglo XVIII, resume así el antagonismo de la producción capitalista como ley natural absoluta de la riqueza social: “El bien y el mal económico, dentro de una nación, se equilibran siempre (il bene ed il male economico in una nazione sempre all'istessa misura); lo que para unos es abundancia de bienes es para otros, siempre, carencia de los mismos (la copia dei beni in alcuni sempre eguale alla mancanza di essi in altri). Para que algunos posean grandes riquezas, tienen que verse muchos otros desposeídos totalmente hasta de lo más necesario. La riqueza de un país corresponde siempre a su población, y su miseria a su riqueza. La laboriosidad de unos impone la ociosidad de otros. Los pobres y ociosos son un fruto necesario de los ricos y trabajadores”, etc.25 Unos diez años después de Ortes, un reverendo sacerdote protestante inglés, Townsend, glorificaba toscamente la pobreza como condición necesaria de la riqueza. “El deber legal de trabajar lleva consigo muchas fatigas, muchas violencias y mucho estrépito; en cambio, el hambre no sólo ejerce una presión pacífica, silenciosa e incesante, sino que, además, provoca la tensión más potente, como el móvil más natural que impulsa al hombre a trabajar y a ser industrioso.” El ideal está, por tanto, en hacer permanente el hambre entre la clase obrera, y de ello se encarga, según Townsend, el principio de la población, especialmente activo entre los pobres. “Pareca ser una ley natural que los pobres sean hasta cierto punto poco precavidos (improvident) [poco precavidos, puesto que no vienen al mundo, como los ricos, con una cuchara de oro en la boca], para que así haya siempre gente (that there always may be some) que desempeñe los oficios más serviles, más sucios y más viles de la comunidad. De este modo, se enriquece considerablemente el fondo de la felicidad humana (the fund of human happiness), las personas más delicadas (the more delicate) se ven libres de molestias y pueden entregarse a tareas más elevadas, etc.... La ley de la beneficencia tiende a destruir la armonía y la belleza, la simetría y el orden de este sistema creado por Dios y la naturaleza.”26 El fraile veneciano veía en el decreto del destino eternizando la miseria la razón de ser de la caridad cristiana, del celibato, de los conventos y de las fundaciones piadosas; en cambio, el clérigo protestante encuentra en él el pretexto para maldecir de las leyes que reconocen a los pobres un derecho a reclamar de la sociedad un mísero socorro. “El incremento de la riqueza social –dice Storch– engendra esa clase tan útil de la sociedad... que desempeña los oficios más enojosos, más viles y más repelentes, cargando, en una palabra, con todo lo que hay en la vida de desagradable y servil, lo que permite precisamente a las demás clases gozar de tiempo, de alegria de espíritu y de dignidad convencional (c´est bon!) de carácter, etc.”27 Storch se pregunta cuál es, en realidad, la ventaja de esta civilización capitalista, con su miseria y su degradación de las masas ante la barbarie. Y sólo encuentra una respuesta: ¡la seguridad! “Gracias a los progresos de la industria y de la ciencia –dice Sismondi–, todo obrero puede producir diariamente mucho más de lo que necesita para su consumo. Pero, al mismo tiempo, aunque su trabajo produzca la riqueza, ésta, si hubiera de consumirla él mismo, le haría poco apto para el trabajo.” Según él, “los hombres [es decir, los hombres que no trabajan] renunciarían, probablemente, a todas las perfecciones de las artes y a todas las comodidades que nos proporciona la industria, si tuviesen que adquirirlas con su trabajo permanente, como el que realiza el obrero... Hoy, el esfuerzo está divorciado de la recompensa: no es el mismo el hombre que trabaja y luego descansa; por el contrario, tienen que trabajar unos precisamente para que descansen otros... “Por eso, la inacabable multiplicación de las fuerzas productivas del trabajo no puede conducir a otro resultado que a acrecentar el lujo y los placeres de los ricos ociosos”.28 Finalmente, Destutt de Tracy, este doctrinario burgués de sangre fría, lo proclama brutalmente: “Es en los países pobres donde el pueblo vive a gusto y en los países ricos donde generalmente vive en la pobreza.”29 Venta de pisos en Barcelona Comprar para vender, o dicho más exactamente, comprar para vender más caro, D – M – D’, parece a primera vista como si sólo fuese la fórmula propia de una modalidad del capital, del capital mercantil. Pero no es así: el capital industrial es también dinero que se convierte en mercancía, para convertirse nuevamente en más dinero, mediante la venta de aquélla. Los actos que puedan pro­ducirse entre la compra y la venta, fuera de la órbita de circulación, no alteran en lo más mínimo esta forma del proceso. Finalmente, en el capital dado a interés la circulación D – M – D’ se pre­senta bajo una forma concentrada, sin fase intermedia ni mediador, en estilo lapidario por decirlo así, como D – D’, o sea dinero, que es a la par más dinero, valor superior a su propio volumen. rbnetmedia A fines del siglo XVIII y en los primeros decenios del siglo XIX, los terratenientes y colonos ingleses impusieron a sus braceros el salario mínimo absoluto, abonándoles menos del mínimo en forma de jornales y el resto en concepto de socorro parroquial. He aquí un ejemplo de la “pulcritud” con que procedían los dogberries ingleses, para fijar “legalmente” las tarifas de salarios: “Al sentarse a fijar los salarios que habían de regir en 1795 para Speenhamland, los squires habían comido ya a mediodía, pero se imaginaban, por lo visto, que los obreros no necesitaban hacerlo también... Estos caballeros decidieron que el salario semanal fuera de 3 chelines por cabeza cuando el pan de 8 libras y 11 onzas costase 1 chelín, debiendo subir proporcionalmente hasta que el pan costase 1 chelín y 5 peniques. Al rebasar este precio, el salario descendería en proporción, hasta que el precio del pan fuese de 2 chelines; en este caso, la alimentación del jornalero se reduciría en 1/5”.40 Ante la Comisión investigadora de la House of Lords comparece, en 1814, un tal A. Bennet, gran agricultor, magistrado, administrador de casas de beneficencia y regulador de salarios. Se le pregunta: “¿Guardan alguna proporción el valor del trabajo diario y el socorro parroquial de los obreros?” Respuesta: “Si. El ingreso semanal de cada familia se completa por encima de su salario nominal hasta obtener el precio del pan (de 8 libras y 11 onzas) y 3 peniques por cabeza... Calculamos que el pan de 8 libras y 11 onzas basta para mantener a todos los individuos de la familia durante una semana; los 3 peniques son para ropa; si la parroquia prefiere distribuir ella misma la ropa, se descuentan los 3 peniques. Esta práctica no se sigue solamente en toda la parte occidental de Wiltshire, sino, a lo que yo entiendo, en todo el país.41 "De este modo –exclama un autor burgués de la época–, los agricultores degradaron durante años y años a una clase respetable de compatriotas suyos, obligándolos a refugiarse en los talleres... El agricultor aumentó sus propias ganancias, impidiendo hasta la acumulación del fondo más estrictamente indispensable de consumo en la persona del obrero. Para saber el papel que desempeña hoy día el robo descarado que se comete contra el fondo de consumo del obrero en la creación de la plusvalía y, por tanto, en el fondo de acumulación del capital, basta fijarse, por ejemplo, en el llamado trabajo domiciliario (véase cap. XV, 8, c). En el transcurso de esta sección de nuestra obra tendremos ocasión de examinar otros hechos. srgrafic.com 205 Child. Empl. Comm. V Rep., p. 171, n. 31.


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